La velocidad es un debate eterno en materia de tráfico y seguridad vial. Opiniones y argumentos para todos los gustos, desde la posición más oficialista, que suele abogar por una tendencia restrictiva, a la libertaria de pasarse los límites por el arco del triunfo. Sin embargo, y como casi todo en la vida, creo que es una cuestión de equilibrio, de sentido común, de evidencias… En mi opinión no se trata tanto de cuánto se corre sino de cómo, cuándo y dónde se corre.
Una afirmación esta última que suena a perogrullada pero que, sin embargo, se olvida casi siempre en este asunto, especialmente desde la Dirección General de Tráfico. Vengo reflexionando al respecto con más insistencia durante los últimos días, cuando el otoño está arreciando en España y volvemos a encontrar en nuestras carreteras dificultades que condicionan la conducción: lluvia, niebla, hielo e incluso nieve ya en algunas zonas de nuestra geografía. Pues bien, en esas circunstancias adversas son mayoría los automovilistas que mantienen invariada su velocidad, ignorando la influencia indiscutible que tales elementos tienen en la seguridad vial.
Quiero decir con esto que a mí no me valen las generalidades. Es menos peligroso circular a 150 km/h por una autovía en perfectas condiciones en un Audi A6 en magnífico estado que hacerlo a 70 por hora en una carretera secundaria mojada y con un coche de veinte años de antigüedad (de esos que cada día se ven más en este país azotado por la crisis). Pues algo tan simple como esto carece de importancia para quienes deben legislar. El problema no es la velocidad, el verdadero riesgo llega con la velocidad inadecuada.
Unos límites variables son los únicos que realmente tienen sentido para incrementar la seguridad en la medida de lo posible. Adaptar la velocidad de la vía a las condiciones puntuales de la misma, ya que lo que sí resulta más complicado es hacerlo al estado del vehículo (aunque desde luego que tampoco imposible). En otros países de nuestro entorno es una práctica habitual y facilita conseguir el objetivo de una menor siniestralidad sin una política tan restrictiva, que llega a ser ridícula en muchos casos.
Pero claro, articular un sistema de velocidad variable requeriría de esfuerzo, ingenio, investigación, análisis, dedicación y, por supuesto, inversión… Así que es mucho más fácil tirar por la calle del medio y prohibir por prohibir. Que paguen el pato los de siempre, que nadie vaya deprisa porque eso no está bien, amparándose en unos límites que así, en abstracto y desde la generalización, carecen de sentido en sí mismos. Aunque visto así, quizá lo mejor sería prohibir los coches directamente y que todos nos desplazáramos en transporte público… Ah, no. Me olvidaba de que debemos seguir pagando impuestos para que puedan continuar diciéndonos lo que tenemos que hacer, sea o no lo razonable. En fin…
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