Me irrita sobremanera, seguramente más de lo razonable. Tiene su explicación. Cuando alguien prescinde de poner el intermitente al cambiar de carril, girar en una calle o detenerse en la calzada no sólo crea una complicación en el tráfico y quizá una situación de riesgo, también proclama su indiferencia hacia el resto de la humanidad. No me molesta tanto la dejadez de ignorar un gesto sencillo como la materialización de prepotencia y egoísmo que representa.
Lo peor del caso es que la costumbre se está extendiendo hasta niveles preocupantes. Da la impresión de que esas bombillitas que se encienden y se apagan son meros adornos, una suerte de luces navideñas que carecen de utilidad real en la circulación. Ocurre en la ciudad y en la carretera, en la primera resulta sobre todo molesto y en la segunda, más peligroso. En ocasiones mi enfado es tal que se me ocurre increpar, a toque de claxon o con un simple gesto de incredulidad, al personaje en cuestión que responde como si la cosa no fuera con él o ignorase qué es lo que enfada al resto de los conductores. ¿Poner el intermitente? Para qué, si nadie lo hace…
Quizá parezca excesivo convertir esta nimiedad en algo trascendente. No para mí. Tanta dejadez ya la considero en sí misma reprobable pero insisto en que sobre todo me desconsuela que simbolice esa falta de respeto cada día más frecuente en la circulación, quizá en la vida… En estos tiempos que hablamos hasta la saciedad de convivencia y libertades me desasosiega pensar que somos incapaces de tener en cuenta a los demás siquiera en cuestiones tan simples como ésta. Porque podrían ser los detalles los que hicieran más fácil que nos entendamos.
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