Me apasiona casi cualquier artefacto con ruedas. Entre ellos, me encantan las bicicletas. Salgo a pedalear por la montaña siempre que tengo oportunidad de hacerlo (menos de las que me gustaría) y también me atraen mucho las sensaciones de las bicis de carretera, casi auténticos Fórmula 1 a pedales. Sin embargo, aunque me he sentido tentado en multitud de ocasiones de hacerlo, jamás seré un ciclista de asfalto. ¿El motivo? Fácil de adivinar: me aterra compartir espacio con los vehículos a motor.
Con demasiada y dramática frecuencia me horrorizo al conocer la muerte de un ciclista en la carretera, sea un aficionado anónimo o un deportista afamado, como el reciente caso de Iñaki Lejarreta. En principio, fruto de la conmoción de la tragedia, soy incapaz de comprender cómo puede ocurrir algo así; sin embargo, poco después, con más perspectiva y digerido siquiera el disgusto, lo entiendo de inmediato y obtengo una respuesta descorazonadora: la convivencia entre bicis y coches es, sencillamente, imposible.
Conozco a cantidad de ciclistas prudentes y respetuosos, pero cada fin de semana también me escandalizo con las locuras de algunos de ellos por la carretera. Estoy plenamente convencido de que hay millones de automovilistas concienciados con la fragilidad de una bicicleta en el trafico rodado, igualmente que existen otros miles insensibles a esta realidad, capaces de poner en peligro la vida de una persona por ganar treinta segundos en su desplazamiento o por despistarse cambiando de emisora de radio.
No quiero entrar aquí en el debate de quiénes son los principales responsables de esta sangría que hay que detener. Resulta tan evidente como indiscutible que la amenaza letal lleva motor y que el fuerte debería velar por el débil. Pero eso sólo ocurre en el país de la maravillas, porque en las carreteras españolas la realidad es radicalmente distinta y demasiado a menudo somos testigos de clamorosas infracciones y faltas de respeto amenazantes para el resto del tráfico rodado. El matiz en lo que nos ocupa es que tales actitudes pueden costar una vida. Ni más, ni menos…
Creo que un debate serio, sosegado y profundo es obligado para conseguir que cada poco no debamos lamentarnos de estas desgracias. Pero en mi opinión, insisto, el único planteamiento para intentar encontrar soluciones es asumir que esa convivencia jamás sera posible, siempre habrá quien, desde un lado u otro, olvide unos principios básicos que son necesarios para mantener un equilibrio tan inestable. No seré yo quien pretenda tener la panacea del asunto, me parecía complicadísimo de resolver y quizá sólo medidas tajantes resulten efectivas. Pero más traumático y tremendo me parece que dentro de poco nos encontremos con otro cadáver de un ciclista sobre el asfalto. Seguir lamentándose sin afrontar la situación no es lo que la sociedad reclama, es mucho lo que está en juego para hacernos los remolones como hasta ahora. O se abre ese debate profundo o quienes deben hacerlo sin cumplir con su obligación tendrán las manos manchadas de sangre de inocentes.
Sigue toda la información de EL MOTOR desde Facebook, X o Instagram