Esto es lo que pasa cuando uno se sube a un Rolls-Royce: de golpe deja de ser un don nadie. Es como ponerse en la piel de la reina de Inglaterra, o de Cristiano Ronaldo, quien por cierto conduce uno. Colin, el chófer de los ejecutivos de la casa, conoce bien ese fenómeno: “Algunos clientes no están del todo convencidos, pero se montan y nada más llegar a la central dejan una señal”.
La fábrica de rolls –como se refieren a estos coches los iniciados– está en Goodwood, al sureste de Inglaterra, en unos terrenos que pertenecen al aristócrata amante de los autos vintage Lord March. Es un edificio lleno de luz, silencioso y pulcrísimo, gracias a las limpiadoras que constantemente borran huellas de superficies. “Nadie necesita un rolls, simplemente lo desea”, sentencia Andrew Boyle, jefe de comunicación de la empresa. Rolls-Royce es consciente de que negocia con fantasías de los superricos, y en los últimos años ha hecho de la personalización el eje de la marca.
Es posible modificar prácticamente todo, desde el color de la carrocería –hay quien ha pedido replicar el color de su perro– al diseño del salpicadero. El trabajo lleva más de un año y puede multiplicar hasta cuatro veces el coste de un coche con un precio base de 220.000 euros (el modelo Ghost).
Consecuentemente, aquí se toman los caprichos muy en serio y cada parte del proceso de ensamblaje se mira con lupa. En la sección de tapicería, por ejemplo, se descarta cualquier segmento de piel vacuna que tenga picaduras de mosquito, algunas prácticamente invisibles para el ojo humano. El cuero desechado se destina a las firmas de alta moda. Hay lujos, y lujos.
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