La tragedia de la muerte de ciclistas en la carretera nos golpea con virulencia. Cada vida cuenta y el drama es idéntico en todos los casos, aunque los más mediáticos tienen el efecto de agitar la conciencia colectiva sobre un problema de semejante trascendencia. La cuestión, claro está, es terriblemente delicada y trivializar al respecto me parece un despropósito. Por eso me resisto a menudo a referirme a este asunto, es tal su gravedad que me inquieta que surjan malentendidos o que el análisis no acabe siendo tan pormenorizado como me gustaría. Para evitarlo en la medida de lo posible, voy a ceñirme en estas líneas únicamente dos cuestiones que considero claves al respecto, siempre desde el prisma de la subjetividad que me permite este espacio. Es decir, se trata exclusivamente de mi opinión, por lo que no tiene que ser la acertada y tampoco aspiro a que nadie la comparta.
Mi primera conclusión es que la convivencia entre automóviles y bicicletas en el mismo espacio es imposible. Así de simple. Así de crudo. Dos son las razones que me llevan a pensar así, ambas de importancia equivalente. Empezando por lo más obvio, la diferencia de velocidad entre ambos vehículos impide que su relación cuente con los elementos de seguridad mínimos que deberíamos exigir cuando son vidas las que están en juego. La realidad del tráfico en las carreteras españolas es hoy muy diferente a la de hace algunas décadas, hay muchos más coches y circulan mucho más deprisa, así que pretender que el déficit entre una bici y un vehículo a motor no resulte problemático me suena casi a utopía.
Soy consciente de que muchos pensarán que no debiera ser así con el respeto necesario entre todos los implicados en la circulación vial. Llegamos con este razonamiento a la segunda cuestión a la que me refería. En España son cerca de 19 millones los poseedores del carnet de conducir exclusivamente de turismos, un colectivo lo suficientemente extenso para pensar que encontraremos entre ellos todo tipo de individuos. El más mínimo porcentaje de impresentables que conduzcan bebidos, distraídos, a velocidad inadecuada, no respetando las distancias, despreciando la vida de los demás… es ya excesivo para garantizar la seguridad de un usuario de la carretera tan frágil como el ciclista.
Simplificando, energúmenos siempre existirán y el matiz con este drama es que no hablamos de un golpe de chapa o una bronca de tráfico sino de la muerte de una persona. Podemos seguir creyendo que hay una fórmula para concienciar a cada una de esas millones de personas; yo, lamento decirlo, no confío en ello y cada día que pasamos dándole vueltas a lo mismo se convierte en otra posibilidad de que un ciclista se deje la vida en la carretera. Suena bonito, a un mundo mejor, a una sociedad comprometida y no digo que no lo sea, pero a mí me parecen sólo buenas intenciones y no una solución efectiva o urgente.
SOLUCIONES URGENTES
Por supuesto que no soy yo quien tiene la fórmula mágica para erradicar esta lacra de nuestro tráfico. Expertos mucho más preparados y con una dedicación exclusiva al desafío no consiguen dar con la fórmula, así que pretender hacerlo con estas modestas reflexiones me parecería un atrevimiento. Sin embargo, vuelvo a tener dos ideas bastante claras al respecto para su aplicación inmediata. Hay que ponerse en marcha, coger el toro por los cuernos y dejarse de palabrería vacía que ni siquiera supone un consuelo para las familias que deben superar la pérdida de un ser querido.
Creo que es obligado un endurecimiento de las penas para las infracciones más directamente relacionadas con los atropellos, de ciclistas o de cualquier tipo (que les pregunten a los motoristas al respecto). Las campañas informativas son valiosas, sin duda, pero descendiendo una vez más al fango de la realidad creo que tan sólo el temor a un castigo ejemplar puede ser efectivo para que nos tomemos con seriedad que hay que guardar la distancia exigida con los ciclistas, que el alcohol y la conducción son incompatibles o que la costumbre de enviar un WhatsApp mientras conducimos puede terminar en tragedia. Por el contrario, la mayoría de nosotros tenemos la percepción de que estos hábitos letales carecen de trascendencia, que en el peor de los casos, si nos pillan, se traducirán en una multa y la pérdida de algunos puntos del carnet.
La misión ejemplarizante de las sanciones me parece fundamental en una sociedad que creo no está preparada para asumir su propia responsabilidad cívica. Creemos que conducir es un juego y la falta de recursos de los organismos encargados de la vigilancia ha convertido la carretera en una especie de jungla. Tan sólo la velocidad se persigue con insistencia, cuando en el caso que nos ocupa es una infracción secundaria si no va relacionada con otros factores. El resultado es que la impunidad está casi garantizada porque nada serio terminará ocurriendo. Cuando lo que ponemos en riesgo sí es muy serio.
Insistiendo en las dificultades que encuentro para que vehículos tan distintos compartan calzada, creo que es urgente habilitar espacios exclusivos para la práctica del ciclismo. Inversiones en infraestructuras específicas o limitaciones puntuales al tráfico en determinadas vías permitirían a los aficionados seguir pedaleando sin jugarse el pellejo cada día que salen a hacerlo. Entiendo, faltaría más, que esta no es la solución ideal, que acotar de esa manera el espacio para los ciclistas dista mucho de lo deseable; sin embargo, no se me ocurre nada mejor que ofrecer esta alternativa para frenar de algún modo la sangría a la que estamos asistiendo en los últimos tiempos. Si alguien tiene ideas mejores me encantaría escucharlas. Eso sí, que vayan un pasito más allá de la palabrería, de referencias vacías al respeto, la educación o la convivencia. A estos tan sólo los invitaría a que se den una vueltecita por las carreteras un domingo cualquiera y comprueben lo que allí sucede.
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