Son un fenómeno de la comunicación digital y el sector del automóvil tampoco es ajeno a él. Los prescriptores digitales se han convertido en imprescindibles para muchas empresas y es así como los influencers (tradúzcase como personas influyentes) han proliferado en los últimos tiempos en cualquier ámbito. Los especializados en una determinada materia, como por ejemplo la moda, gozan de un enorme prestigio y crédito, que se asienta en la gigantesca comunidad de seguidores que atienden sus consejos y preferencias en las más variopintas redes sociales o en blogs personales.
Hasta aquí todo correcto. No soy dudoso en absoluto de mi convencimiento sobre la transformación de la comunicación en estos tiempos convulsos, lo que no quiere decir que esté dispuesto a comulgar con ruedas de molino por el mero hecho de que las tendencias indican que determinada estrategia funciona. No creo que un influencer tenga siempre esa capacidad de influir que se le otorga como un dogma de fe. Entiendo que depende del personaje, de su credibilidad y de la recomendación que realice.
Mi sensación es que vamos camino de una repetición del efecto tertuliano. Esos que tiene el atrevimiento de opinar con la misma rotundidad sobre los riesgos del Zika que de las negociaciones para formar nuevo gobierno, pasando por las consecuencias del Brexit o el acierto del nombramiento del nuevo seleccionador nacional de fútbol… Quiero decir que los criterios de los prescriptores disfrutarán de una solvencia proporcional a sus conocimientos sobre el asunto. Por supuesto que todos tenemos derecho a una opinión, lo que ya no comparto es que todas ellas resulten igual de valiosas.
Le concedo todo el mérito al hecho incuestionable (una de las ventajas de este mundo digital es que todo es medible y cuantificable) de que un influencer sea seguido por miles de personas al publicar sus fotos sobre moda, vídeos persiguiendo Pokémon en coche o entradas en un blog que nos descubran los secretos para cocinar las mejores patatas bravas del mundo. Lo que ya no puedo compartir es que se intente trasladar esa capacidad de influencia a determinas productos sobre los que su desconocimiento es manifiesto y contrastado. Representa un fraude incuestionable hacia su audiencia por dos razones esenciales: carece del criterio necesario para hacerlo y está recibiendo una remuneración por tal recomendación, por lo que sus opiniones se encuentran condicionadas.
En Estados Unidos, que en esto nos llevan algo de ventaja, ya han saltado las alarmas al respecto. Si un personaje de este entorno aparece explicando las bondades de un producto, tiene la obligación legal de aclarar a sus seguidores que su opinión se basa en un acuerdo mercantil alcanzado con el fabricante. Es decir, exige a estos nuevos actores de la comunicación jugar con las mismas reglas que los medios tradicionales, en los que la publicidad o los contenidos patrocinados deben aparecer claramente identificados.
Incluso en España algunas marcas están tomando ya conciencia de que no todo vale con el asunto de los influencers. Si sus seguidores lo son por sus vídeos virales saltando de un balcón con las manos atadas a la espalda, obviamente pueden sentirse decepcionados cuando se reclama su atención para explicarles que hay que ponerse el cinturón de seguridad en el coche… En ese caso ya no son tantos los millones los que demuestran interés y menos incluso los receptivos al mensaje (publicitario) que se pretende lanzar.
No es cuestión de dramatizar, todo proceso de renovación exige un periodo en el que a menudo sólo queda el procedimiento de prueba-error para definir el camino adecuado. Quizá todo esto pasará de moda y solamente aquéllos que puedan prescribir un determinado producto con argumentos sobrevivirán en la jungla de Internet. Su valor en ese entorno se antoja indiscutible y las marcas seguirán recurriendo a su capacidad de influencia. Lo único que me preocupa es que en ese tránsito se caiga en la tentación de trivializar con la información, pretender llevar a los usuarios, a los consumidores, a un terreno de confusión en el que las opiniones particulares y condicionadas por un interés económico se sitúan en el mismo plano que el periodismo hecho con rigor e independencia.
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