Madrid quiere sacar los coches de sus calles. La batalla de su ayuntamiento contra las emisiones contaminantes se ha recrudecido con medidas más estrictas con Madrid Central, anticipo de un escenario muy poco halagüeño para los motores de explosión en su tráfico urbano. El acierto de tal política merecería un análisis mucho más profundo que estas líneas, así que demos por hecho que la cosa se pone cruda para los conductores y vayamos a otra cuestión que tampoco me parece baladí, más bien al contrario.
Una ciudad sin automóviles exige alternativas de transporte para sus habitantes. Más allá de los medios públicos, la movilidad individual es un derecho y una necesidad para los ciudadanos, así que en la capital proliferan desde hace ya tiempo alternativas a las soluciones tradicionales. Coches eléctricos compartidos, escúteres en el mismo régimen, bicicletas convencionales y otras eléctricas en alquiler, patinetes con y sin motorización… y, desde luego, los peatones, el sistema de desplazamiento más antiguo de la humanidad.
Todos ellos deben convivir, nadie tiene la certeza de hasta cuándo, con los habituales coches, motos, autobuses y furgonetas. Los ideólogos municipales abogan por la creación de espacios independientes de circulación en algunos casos, mientras que en otros apelan al respeto que los usuarios de la vía pública se deben entre sí. Ambas teorías se me antojan muy distantes de la realidad, al menos de lo que vemos día a día quienes nos movemos por esta ciudad. Es así como me parece que ese reto de la convivencia se presenta mayúsculo, tanto como cargado de riesgos.
Insisto en que no pretendo centrarme en el fondo del asunto sino en su forma. En la manera en la que los ciudadanos vamos integrarnos en una revolución integral en nuestros desplazamientos, sustituyendo el modelo establecido del automóvil por múltiples opciones de características, exigencias y necesidades bien distintas. Y en este sentido aprecio cierta precipitación en esa voluntad política, falta de análisis sobre el realidad de lo cotidiano y demasiado optimismo respecto a los peligros de una transición poco planificada.
Me refiero a que no tiene sentido que un patinete eléctrico, insignificante por su tamaño, circule paralelamente a la mole de un autobús; que las bicicletas invadan las aceras; que los peatones se encuentren desorientados ante la proliferación de vehículos que ponen en riesgo su integridad; a pensar que el sentido común va a iluminar a todos los ciclistas que decidan girar a la derecha con un semáforo cerrado; o que los viandantes puedan cruzar la calzada a su libre albedrío en cualquier punto de determinadas calles de la ciudad.
Hace tan sólo unos días me encontré con una publicidad del importador de una especie de patinete eléctrico que se presentaba como la panacea para la movilidad urbana. Y su mensaje me pareció escalofriante. Garantizaba una autonomía de hasta 50 kilómetros, con una velocidad máxima de 50 km/h, sin necesidad de casco, matrícula, seguro o luces; para uno o dos ocupantes, accesible con cualquier edad y sin ningún tipo de condicionante legal o técnico. Con el agravante de que, a día de hoy con la legislación vigente, la propuesta no es engañosa, puesto que realmente ese tipo de vehículo ligero se encuentra completamente fuera de la normativa y todo lo que promete resulta absolutamente cierto…
Una ley de la selva con la que nadie gana y que pone en juego la seguridad de los ciudadanos, como ya se está comprobando con los accidentes que se producen con frecuencia en las calles de Madrid, simplemente porque esa convivencia idealizada no existe. Desde luego que se deben buscar soluciones para el problema gravísimo de la contaminación urbana, sólo que diría que hay que hacerlo desde la coherencia, el conocimiento de la realidad del tráfico (que poco tiene que ver con la visión idealizada de algunos) y huyendo de cualquier precipitación efectista o electoralista.
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