Ocurre todos los días, en todas las carreteras: ante el clásico coche que circula por el carril izquierdo a una velocidad que no nos parece la adecuada (la de un tren-bala japonés), activamos las largas como si le mandáramos un mensaje en morse y nos pegamos a su maletero como si nos lo fuéramos a comer. También sucede en ciudad: basta que el conductor de delante tarde en arrancar cuando el semáforo se pone en verde para que empecemos a darle manotazos al claxon. No, no hace falta ser un energúmeno para perder alguna vez los estribos al volante. La cuestión es: ¿qué es lo que hace que ciudadanos educados y comedidos se alteren de ese modo?
Es llamativo: el resto del tiempo —fuera del coche— nos comportamos como perfectos especímenes de ese animal social que es el ser humano. Cuando nos disponemos a entrar en un ascensor, los “usted primero” se suceden hasta el aburrimiento. Pero en coche… en coche que no nos adelante nadie. Conducir puede ser una experiencia verdaderamente placentera, y sin embargo la pasamos cabreados gran parte del tiempo. Obviamente, los atascos no son culpa nuestra, pero contar con que en horas punta las calles van a estar a disposición de nuestro fluido estilo de conducción es del todo irreal.
Según los expertos, la principal causa de nuestra transformación al volante es el estrés. “La conducción es una tarea que, en un porcentaje muy alto, produce estrés”, plantea Roberto Durán, psicólogo especializado en seguridad vial del Instituto de Orientación Psicológica EOS (Madrid). “Estas situaciones estresantes no todos los sujetos las manejan de igual forma, y encontramos que aquellos con baja tolerancia a la frustración son quienes presentan conductas más agresivas”.
Pero el estrés aparece en otras ocasiones a lo largo del día, y no perdemos los modales. En el coche es diferente porque este nos sirve de caparazón. Iván Prieto, presidente de la Asociación Española de Psicología del Tráfico y la Seguridad Vial (PSICOTRASVI), imparte cursos para recuperación de puntos y se ha encontrado con conductores coléricos que, fuera del vehículo, eran bellísimas personas. “Esto ocurre porque el coche es uno de los lugares donde te encuentras más seguro. Al sentirte protegido, te ves invulnerable, y cuando alguien altera lo que consideras tu espacio vital, salta la chispa”, explica. “En el día a día, la coraza soy yo y me están viendo a mí. Pero en el coche nadie sabe quién soy”.
De lo cual se desprenden dos cosas: la primera, que cuando le ceden el paso en el ascensor en realidad no desearían cedérselo, y si lo hacen es porque no tienen un armazón de hierro en el que escudarse para poder impedírselo. La segunda, que en el fondo somos un poco cobardes. Si sólo nos atrevemos a desafiar las más elementales normas de convivencia cuando estamos a bordo de nuestro coche es porque tenemos la sensación de que allí dentro es bastante poco probable que alguien pueda partirnos la cara.
Pilar Bravo, portavoz de Seguridad Vial del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, compara esa bravuconería en el tráfico con la que se produce al amparo de una muchedumbre. “Cuando estamos en grupo las conductas son más arriesgadas, porque el grupo nos confiere cierto camuflaje y nuestra personalidad se diluye en él. Aquí pasa lo mismo. El vehículo nos da cierta cobertura. Lo vemos todos los días: dos coches que se están picando pero ninguno de sus conductores se baja, porque perderían esa cobertura. El coche es fuerte, nos protege”, indica.
El coche, nuestro reino
Muchos de estos estallidos de violencia responden a la idea de que el coche es algo más que un medio de transporte; cuando salimos al asfalto, el coche y nosotros somos uno. Es también un preciado bien del que nos sentimos orgullosos. “Existe una tendencia a considerarlo como un refugio”, dice Roberto Durán. “Se percibe como la prolongación de nuestro territorio privado y un muro de contención contra las agresiones de los otros, esto es, como estar en casa. No es de extrañar que se soporten mal las miradas ajenas y el hecho de que alguien lo toque se juzgue como una intromisión en nuestra esfera privada”.
“Es como nuestra casa”, señala Pilar Bravo. “Nunca nos comportamos en sociedad como nos comportamos en casa. La casa es nuestro territorio; el ser humano es muy territorial y el coche forma parte de nuestro territorio: es nuestro reino, podemos hacer en él lo que queramos”. De hecho, en ocasiones un coche grande sirve para envalentonar personalidades pequeñas. “Yo a lo mejor me veo muy indefenso en las relaciones personales, pero cuando entro en mi coche, si tengo uno grande, me veo más seguro que nunca”, apunta Iván Prieto.
En el interior de nuestro formidable utilitario —todo el mundo se compra el mejor que se puede permitir— nos sentimos como marajás. Con la temperatura a nuestro gusto, nuestra música favorita y ante la perspectiva de lucirnos al volante, el coche es un símbolo de libertad. De ahí que reaccionemos con violencia cuando otro conductor osa obstaculizar nuestra ansiada autonomía. “Los anuncios de coches ya no hablan de mecánica ni confort: hablan de libertad. Y no es real, porque estamos sometidos a normas”, nos recuerda Pilar Bravo.
A esto se suma que los comportamientos agresivos no siempre están mal vistos en la actualidad. “La sociedad es agresiva”, afirma esta psicóloga. “Por ejemplo, un vendedor tiene que ser agresivo. Es una palabra peyorativa en todos sus órdenes, pero a veces le damos esa connotación positiva”. Por otra parte, si queremos salir los primeros en el semáforo y nos disgusta que otro nos adelante en carretera es porque se nos ha educado para ganar. “Desde pequeños la competitividad está en nuestra vida. Las notas del colegio son competitivas. Nuestra sociedad de consumo es competitiva y nos exige que lo seamos”, añade.
En consecuencia, no es tan raro que algunos aprovechen las situaciones de tensión que genera el coche para evadirse y desahogarse de sus frustraciones igual que otros hacen en el estadio de fútbol. “Es una especie de catarsis colectiva: no soy capaz de chillar en mi casa o en el trabajo y en mi vehículo me desfogo”, aduce Pilar Bravo. “En ese contexto [del tráfico] soy una masa, no soy individuo, y voy a desfogarme”.
Por supuesto, no todas las reacciones airadas son iguales. Los expertos las tienen bien catalogadas: acosar al coche de delante, dedicarle una ráfaga de fogonazos, hacer gestos de mal gusto, proferir insultos, obstruir deliberadamente al otro vehículo, bajarse del coche buscando el “cuerpo a cuerpo”… Mientras cualquiera es capaz de aplicar una sinfonía de pitidos y un improperio, los últimos grados de la escala son exclusivos de “gente agresiva no solo en la conducción, sino en cualquier área de su vida”, describe Iván Prieto. “Son personas con poca tolerancia a la frustración y bastante impulsivas. Salvo personas que respondan así por el nivel de estrés que están soportando o una situación laboral determinada, por regla general quienes reaccionan de ese modo lo hacen porque es una constante en sus vidas”.
Ellos, más agresivos que ellas
Un análisis de campo probablemente determinaría que los hombres son más propensos a exhibir la ira al volante que las mujeres. Un estudio de la AAA Foundation for Traffic Safety (EEUU) lo confirma, destacando que aunque “la conducción agresiva ocurre en todos los segmentos de la sociedad”, la mayor parte de quienes llevan a cabo tales conductas tienen edades comprendidas entre los 18 y 26 años y la mayoría son varones (sólo el 4% son mujeres).
“En nuestra cultura, fuerza, poder y agresión están asociados con masculinidad”, expone Roberto Durán, que añade que esa idea está presente hasta en los anuncios de televisión: “De manera indirecta, la publicidad que acompaña la venta de coches lleva detrás ese mensaje de masculinidad que los hombres asumen casi sin darse cuenta. Esto se ve reforzado cuando interfieren entre iguales”.
Iván Prieto distingue las reacciones de ellos y ellas: “La mujer respeta más las normas y cuando muestra su enfado es porque el otro conductor no respeta tanto las normas como ella. Su ira es, por consiguiente, más justificada y además no violenta. En los hombres es más habitual el perfil agresivo del que presiona a otros conductores”. Pilar Bravo alude a un componente genético. “El hombre, históricamente, era el que salía a luchar, a cazar. En sus genes está el ser más agresivo. Las mujeres somos más conciliadoras, manejamos mejor los sentimientos, porque las que nos quedábamos en casa con la tribu éramos nosotras”, argumenta.
Cómo reducir el estrés
Los gritos y los insultos al volante son, por lo demás, totalmente infructuosos. Solo unas pocas veces un toque de claxon a tiempo sirve para que un conductor adormilado se desperece. Por tanto, ¿se pueden evitar? El estudio antes citado de la AAA Foundation for Traffic Safety aporta unas pautas para reducir el estrés al volante: tratar de modificar nuestros horarios (para prevenir atascos), mejorar el confort en el habitáculo (regulando la temperatura o poniendo música relajante; por ejemplo, música clásica), destensar la postura (haga el favor de dejar de clavar las uñas en el volante) y evitar coger el coche cuando estamos de mal humor o muy cansados.
Para la psicóloga Pilar Bravo resulta primordial aceptar que el atasco se va a producir y estar preparado para ello. “Lo mejor es asumirlo”, aconseja. “A determinadas horas, lo normal es tener atasco, no que no lo tengas. Si te mentalizas, el día que haya atasco, pensarás que es lo normal. Cuando no lo tengas, pues fenomenal”. Poniéndonos en lo peor, seguro que el trayecto es siempre más agradable de lo que esperábamos.
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