Malos tiempos para la lírica. No encontramos a nuestro alrededor una buena noticia ni husmeando debajo de las alfombras. Incertidumbre, pesimismo, desánimo, decepción… Sensaciones que envuelven nuestra realidad cotidiana y de las que es muy difícil escapar. No es que quiera ser yo tremendista ni agorero, pero lo cierto es que las expectativas invitan a poco optimismo, menos incluso aún con las recientes medidas de choque adoptadas por el Gobierno para reducir el déficit de esta casa en ruinas en la que parece haberse convertido España.
Dejo las connotaciones políticas del asunto, no es éste el espacio para ello ni tampoco yo el analista indicado (aunque la moda periodística parezca ser opinar de lo que sea y donde sea aunque no se tenga la más remota idea al respecto). Sin embargo, sí que nos ocupa aquí lamentarnos por las tremendas consecuencias que la subida del IVA va a acarrear para el sector de la automoción, entendido en su más amplia concepción: coches, motos, industria auxiliar, componentes, red comercial… Los afectados, las marcas, han venido haciendo hasta el momento esfuerzos ingentes para capear el temporal, lo que les he abocado a encontrarse ya con la soga al cuello. Los márgenes de beneficio son escasos, en ocasiones nulos, y mantener la actividad ha pasado a convertirse en un milagro diario. Ahora, el incremento de esos tres puntos en la base impositiva que grava al automóvil puede ser la puntilla que noquee a un sector estratégico para la economía del país.
Lo preocupante del asunto es que los que mandan no parecen ser conscientes de ello y hacen caso omiso a las constantes reivindicaciones de los afectados. Asumo que muchos e importantes los frentes abiertos, los conflictos por resolver y las soluciones que buscar, pero diría que no tantos con la trascendencia de éste al que nos referimos. La caída en el consumo se traduce siempre en un prejuicio para la economía de un país, especialmente cuando afecta a productos tan vapuleados por los impuestos como los del automóvil: el dichoso IVA al 21 por ciento, el impuesto de matriculación, el de circulación, los combustibles, los seguros, los talleres… Castigar de este modo la venta de vehículos supone, en el sentido más literal del término, paralizar una nación.
Tampoco olvidemos el envejecimiento que está sufriendo el parque automovilístico español y los efectos que el fenómeno puede tener en la seguridad. No se produce la renovación deseable y, por si esto fuera poco, sus propietarios alargan hasta el límite (y en ocasiones más allá) las operaciones de mantenimiento, con lo que nuestras carreteras se están poblando de coches, motos, furgonetas o vehículos comerciales en un estado que no es el más adecuado para garantizar la seguridad de sus ocupantes y quienes les rodean. Otro factor clave no sólo por la trascendencia propia de lo que está en juego, la vida de personas, sino también por la carga para las arcas públicas que puede suponer en gasto sanitario y social.
La verdad es que podría seguir y seguir esgrimiendo argumentos para justificar la necesidad urgente de un plan específico de la reactivación del sector de la automoción, pero para qué… Supongo que tampoco tiene mucho sentido hacerlo porque parecen evidentes para cualquiera, así que sólo nos queda esperar que los políticos que deben afrontar este desafío lo vean igual de claro y, de una vez por todas, busquen soluciones para una industria que agoniza. Sí, lo sé, visto lo visto yo tampoco soy demasiado optimista…
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