No dejo de preguntarme cómo ha podido ocurrir algo así. No encuentro una explicación razonable al tremendo lío en que se ha metido Volkswagen. Cuando surgieron las primeras informaciones sobre el asunto, quise pensar que sería un fraude localizado en Estados Unidos, el disparate de algún espabilado al otro lado del Atlántico que se atrevía a recurrir a una chapuza propia de un taller de barrio clandestino cuando quiere pasar la ITV de un Seat Panda del 85. Desde luego no me imaginaba que el escándalo estaba amparado por las más altas esferas de una empresa como ésta, de su prestigio, seriedad… y además alemana, el último bastión occidental de las cosas bien hechas (o eso creíamos). Porque podría admitirse que el otro lado del Atlántico queda muy lejos de nuestra vieja Europa y quizá sea difícil de controlar todo lo que allí ocurre (un justificación también poco consistente, cierto); pero hablar de más de once millones de vehículos afectados en todo el mundo ya es algo más que una barrabasada de un yankee enloquecido.
Creo que nadie esperaba algo así. Volkswagen, lo sabemos todos, es un gigante de la industria de la automoción y la calidad de sus productos unida a su merecido prestigio cimentado en años de esfuerzo eran argumentos suficientes para augurarle un futuro inmejorable, dentro claro está de las complicaciones propias de una coyuntura económica aún con incertidumbres razonables. Su apuesta por la protección del medioambiente, por un futuro mejor gracias a automóviles más limpios, era tan firme como efectiva y estaban consiguiendo colocarse a la vanguardia de esta cruzada ecológica que tanto preocupa al sector. ¿Por qué han caído en la tentación de lo fácil cuando saben hacer con acierto lo difícil, casi lo imposible? ¿Qué necesidad tenían de jugarse su porvenir en una maniobra arriesgada a la vez que ruin? Difícil de entender.
El perjuicio para Volkswagen es incuestionable y los coletazos de semejante escándalo pueden salpicar al resto de la industria. El tiempo dirá. En este caso, como en todos, será el cliente quién decida. El pueblo siempre tiene razón. La pregunta clave es: ¿te seguirías comprando un Polo, un Golf o un Passat después de lo que ha ocurrido? Cada uno tendremos nuestra respuesta, la mía desde luego lo es clarísima: sin duda que sí. El fraude que ha cometido la marca alemana es injustificable e injustificado, pero personalmente tengo el convencimiento de que no es una práctica habitual de la compañía, no me cansaré de repetirlo, se encuentra en las antípodas de su filosofía y principios. Alguien, como ya confesó el responsable de la marca en Estados Unidos, la “ha cagado” en unas proporciones monumentales, lo que no debería ser suficiente para criminalizar a toda una empresa (sólo a quienes directamente consintieron semejante tropelía) ni desde luego al sector de la automoción.
Identifico pocas industrias (por no asumir el riesgo de exagerar diciendo que ninguna) tan implicadas en valores encomiables como la ecología, la seguridad o la responsabilidad social corporativa. Lo demuestran en sus productos y también en sus acciones, es mucho más que una pose porque entienden que sobre esos pilares debe cimentarse su futuro, el futuro de una sociedad siempre en movimiento pero cada día un poco mejor gracias al esfuerzo de todos. Cierto, justo lo contrario que ha demostrado Volkswagen en este escándalo que ha sacudido el mundo de motor como pocos otros antes; pero precisamente su excepcionalidad, lo increíble del asunto, es lo que debe animarnos a confiar en que se trata de un hecho aislado, hay que ser conscientes de que los ingenieros ya han demostrado la habilidad para diseñar motores respetuosos con el entorno sin necesidad de recurrir a argucias reprobables.
De momento, en Volkswagen ya ha rodado la cabeza de su presidente y seguro que no será lo última. Lógico, desde luego, pero también sabemos que no todos los protagonistas de escándalos incluso, más vergonzantes, asumen con esa presteza y determinación su responsabilidad. El castigo por su culpa es mayúsculo: un cataclismo bursátil, una multa estratosférica (lo será por mucho que se negocie), el riesgo de miles de demandas particulares y la pérdida de un prestigio que tanto cuesta ganar como fácil es perder.
A partir de ahí, lo razonable es mantener la perspectiva y la objetividad, valorar todo lo bueno que las empresas del automóvil aportan a nuestra sociedad (más allá de la movilidad, trabajo, riqueza y bienestar) y mirar hacia adelante con un pronóstico que se antoja bastante certero: jamás debió ocurrir algo así pero ahora que ha sucedido nadie querrá que vuelva a repetirse. Porque la mentira tiene las patas cortas y el éxito no conoce atajos…
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