Ante todo, se trata de dejar una marca de mi existencia: estuve aquí. Tuve hambre. Fui vencido. Fui feliz. Estuve triste. Me enamoré. Tuve miedo. Tuve esperanza. Tuve una idea y un buen propósito y por eso creé obras de arte”. De esta forma entendía el compromiso de ser artista Félix González-Torres (1957-1996), uno de los grandes creadores conceptuales de la historia reciente. Sus obras estaban basadas en lo sencillo y en la fragilidad.
Usaba, por ejemplo, caramelos o bombillas que agrupaba en una esquina de una sala o colgando en finas hileras. Pero si se fijan, todos esos sentimientos que daban sentido a la vida de este malogrado artista estadounidense caben dentro del coche: la felicidad, el amor, el miedo, la esperanza. No es casualidad. El automóvil es una metáfora de la vida y la vida lo es del automóvil. “Son mundos paralelos, que muchas veces se cruzan”, reflexiona el coleccionista Francisco Cantos. “Algo tan inútil, o tan poco práctico, digámoslo así, como el arte va de la mano del coche que, por el contrario, es el símbolo por excelencia de lo útil y lo fabril. Es una imagen que ilumina muy bien nuestro tiempo”, recalca.
González-Torres murió muy pronto, a los 38 años, por culpa del sida. Pero entendió, como otros artistas, que es esa capacidad para entretejer realidades y fabricar sueños lo que une al automóvil y al arte contemporáneo. Una vía de escape frente a la realidad, pero también un camino para analizarla. “Los creadores han utilizado y utilizan el coche como símbolo tecnológico que enfrenta cuestiones tan recurrentes en el arte contemporáneo como son las ideas de desplazamiento, evasión o simultaneidad”, apunta Pedro Maisterra, codirector de la galería Maisterravalbuena. Así ha sido desde los tiempos del futurismo, cuando Giacomo Balla (1871-1958) crea en 1913 obras como Velocità astratta o Velocità d’automobile + luce + rumore. Una explosión de geometría en movimiento.
Sin embargo, con el paso del tiempo, el coche gana un poso psicológico y, sobre todo, en la sociedad estadounidense se transforma en un símbolo de independencia y libertad. Como lo fue el caballo durante décadas para los colonos que se asentaban en un país de vastas tierras despobladas. “Solo hay que pensar en la imagen del cowboy mil veces reproducida o, más al sur, la figura del gaucho argentino. Referentes de lo individual frente a lo colectivo”, apunta la galerista Elba Benítez. Ese retorno a lo esencial hace que los minimalistas californianos se enamoren de él en los años sesenta.
Pero también, a lo largo del siglo XX, el coche ha sido un representante de la encarnación material de los sueños. Ahora, en nuestros días, muchos artistas (Damián Ortega, Gabriel Orozco, Thomas Hirschorn, Tobias Rehberger, Edward Burtynsky) se enfrentan a ellos de forma crítica y se cuestionan si no se habrán disuelto como la bruma bajo el sol del mediodía. Desechado lo material, ¿dónde queda la vida?
Desde que el referente del expresionismo abstracto Jackson Pollock perdiera la vida en su coche en 1956, el automóvil ganó para el arte un espacio de tragedia del que hasta entonces carecía. Andy Warhol –que como todo gran artista supo entender su tiempo y adelantarse a él– vio pronto este potencial. En su mítica serie Car Crash extrae de la prensa fotografías de accidentes de coches que luego traslada, repetidas múltiples veces, al óleo mediante un proceso de serigrafía. No esconde nada. Así un cuerpo yace moribundo y ensangrentado colgando en una puerta. Otro cae inerte al lado de una rueda tras atravesar la ventanilla. “Es como si el artista cogiera de la pechera al propio país y lo zarandeara. Veis, el coche no es ese mito creado por Hery Ford para la familia estándar americana. También produce dolor y violencia. ¡Despertad!”, dice el coleccionista Marcos Martín Blanco, quien atesora obras de este artista. Más tarde, el cineasta David Cronenberg explorará estas ideas en su película Crash (1996).
En realidad, lo que hace Warhol es poner al sueño americano en observación. Las mejores piezas de esta serie corresponden a 1963 y 1964. Años de protesta social en las calles estadounidenses. El 28 de agosto de 1963 Martin Luther King pronunciaba su mítico discurso: “Yo tengo un sueño”, en los escalones del monumento a Lincoln en Washington. Comenzaba un tiempo nuevo para el país y para su gran icono: el coche.
A esta nueva época se han enfrentado creadores actuales como Sylvie Fleury, Pedro Reyes, Annika Larson, Thomas Struth, Erwin Wurn, Yael Bartana, Stéphane Coutuier, Dirk Skreber, Vik Muniz, Richard Prince, Julian Opie, Michael Sailtsdorfer. Un puñado de nombres dentro de una lista enorme. Mientras, en España, destacan los planteamientos de Sergio Prego, Itziar Okariz, Jon Miquel Euba, Alicia Framis, Juan López, Adriá Juliá o Maider López.
Aunque, tal vez, una de las propuestas más singulares que involucren al coche sea la de Pilar Albarracín (Huelva, 1968). Lo ha hecho a través de El viaje (2002), un destartalado Mercedes atestado de bultos y enseres en el que el espectador vive las sensaciones (olores, baches) de una familia de emigrantes norteafricanos en su recorrido por las carreteras españolas. “La artista busca la interacción convulsa con el espectador, que debe, literalmente, sufrir (o disfrutar) la obra, tanto física como emocionalmente”, escribe la comisaria independiente Rosa Martínez.
Otra parada interesante es la que lleva a los automóviles obesos de Erwin Wurm (Austria, 1954). ¿Su proyecto? Piensen en un vehículo al que le han salido michelines y que desborda sus márgenes. Este es el irónico trabajo de este artista, que igual crea esos coches a lo Fernando Botero que camisas con forma de caja, hombres con cabeza de calabaza, museos derritiéndose… El absurdo como arte.
Ahora bien, el coche también tiene su efecto pernicioso. Da que pensar que en demasiadas ocasiones creadores con un planteamiento radical frente a su entorno cuando aceptan la decoración de un automóvil suavizan su lenguaje. ¿Por qué? “El coche tiene un fuerte componente de seducción”, comenta el crítico Alberto Martín, que impacta sobre el artista. “Es como si el objeto en sí pudiera más que la lectura que sobre él se puede hacer”. Le ocurre a la británica Tracey Emin (Londres, 1963), famosa en medio planeta desde que en 1999, en el premio Turner, expusiera My bed, una cama desecha y sudorosa en la que había pasado enferma varias semanas y que aún conservaba rastros de sangre, libros, botellas, condones… O cuando en una tienda de campaña grabó el nombre de todos aquellos, hombres y mujeres, que habían dormido allí, con ella, incluido su hermano gemelo.
Así que, cuando en 2007 decora por encargo del fabricante italiano cuatro modelos Fiat 500 y pinta en un lateral del coche dos pájaros que vuelan entre la frase I told you not to (Te dije que no), se sabe que es Tracey Emin, pero suavizada. “Disfruté mucho trabajando en el Fiat 500, al que llamo coche-ratón. Estuve tentada de hacerlo más superbonito, pero en vez de eso decidí darle un enfoque abrupto”, asegura la creadora británica.
Más fiel a su imaginario es la propuesta del alemán Tobias Rehberger (Essligen, 1966), en la que mezcla memoria y deseo. El artista manda construir a fabricantes tailandeses un Porsche 911 y un MacLaren (dos de las marcas más deseadas por los jóvenes occidentales) a partir de unos croquis esbozados de memoria por él mismo. Huelga decir que el resultado son dos vehículos “aproximados”. Rehberger pone con esta obra en entredicho las estrategias de producción masiva del mundo occidental y el papel del usuario en ellas.
Otras veces la crítica llega bajo el disfraz del sexo. Deseo y coches es una pareja de baile tan acoplada como neumático y llanta. Por eso, ¿qué nos cuenta el americano Richard Prince (Panamá, 1949) cuando aerógrafo en mano pinta una mujer desnuda en el capó y el parabrisas de un Buick Grand National de 1987? Además, no se para aquí. Remata la obra con unos pechos en los laterales. La imagen –tan sexista como muchas de las campañas de perfumes navideños de estos días– muestra dos estereotipos juntos. La “típica” chica estadounidense, rubia y guapa, como escapada de la película American beauty, sobre el “típico” coche estadounidense. “Un estereotipo sostenido sobre otro. El autor utiliza esta idea de acumulación como estrategia de denuncia”, incide el coleccionista Fernando Meana.
El triángulo sentimental, pues, entre coche, arte y sexo es intenso. Y muchos artistas lo han explotado. El británico Richard Hamilton (1922-2011), recuerda Cristina Giménez, directora de la galería Ivorypress, fue uno de ellos. “Compara las curvas de un coche con el cuerpo de una mujer”, comenta. Su serie de pinturas Hommage à Chrysler Corp (1957) es una buena muestra de ello.
Esta estética de lo sexual se contrapone a una mirada más urbana, menos íntima. El artista Daniel Canogar acaba de llegar de Houston (Tejas). En esta ciudad, relata, todos los meses de mayo se celebra el Art Car Parade, un evento que reúne a muchos creadores locales que someten sus coches intervenidos (es importante que se puedan mover) al escrutinio de un jurado. Los ganadores terminan en el Art Car Museum. Y en ellos domina una estética rococó con pinceladas de arte popular. Aunque otras propuestas van más lejos y cuestionan en sí al automóvil como medio de transporte, algo que tiene miga en un Estado en el que resulta inconcebible moverse de otra forma. “Ninguno de estos coches acabará en el MoMA o en la Tate de Londres, pero deberían hacerlo”, asegura Canogar.
Es evidente, a la sociedad y a los artistas les interesa ese enorme potencial que tiene el coche para narrar historias, pero al mercado también le gusta el que posee para atraer el dinero. En noviembre de 2005, Christie’s vendía un lienzo (In the car) de tamaño medio (76,2 × 101,6 cm) de Roy Lichtenstein (1923-1997) por 16.256.000 dólares (12.558.600 euros). La cantidad más alta pagada en subasta por una obra de uno de los grandes nombres del arte pop. La pintura muestra a una pareja en el interior de un automóvil. Y está pintada con esa fórmula de puntos gruesos simulando una viñeta de cómic que le hizo célebre. Pero mientras Lichtenstein recurría al tebeo, John Chamberlain (1927-2011) fabricaba esculturas de metal usando partes de coches desguazados. Una de ellas, Hatband, se adjudicó en 2007 por 2.841.000 dólares (2.194.820 euros).
Por su parte, en la orilla de la competencia, Sotheby’s remataba en noviembre del año pasado un warhol (Green disaster twice), de la serie Car crash (una de las más buscadas por los pudientes coleccionistas de este artista), por la cantidad de 15.202.500 dólares (11.744.700 euros).
Estos altos precios evidencian el poder icónico del automóvil, pero también que “el arte contemporáneo se ha convertido en un refugio frente a las fluctuaciones financieras”, asevera Jussi Pylkkanen, responsable de arte moderno en Christie’s Europa. Parece que la terna arte, mercado y coches ruedan bien juntos.
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