Llevaba tiempo dándole vueltas a la idea de estrenar moto. Necesitaba madurar la idea tanto como ahorrar lo suficiente para materializarla. No tenía demasiado claro lo que quería, con la edad las prioridades cambian y todo se empieza a ver con una perspectiva diferente. Desde los 15 años he tenido motos de muchos tipos (excepto una hiperdeportiva, afortunadamente para mi integridad y por mi torpeza) y llega un punto en el que tienes la sensación de estar de vuelta de casi todo. Y eso no mola, hay que mantener la ilusión por lo que nos apasiona mientras el cuerpo aguante…
Ha sido, ya digo, una reflexión larga y acompasada a que mi hucha del cerdito fuera cogiendo peso. Sabía lo que no me atraía pero tampoco acertaba con lo que me iba a satisfacer plenamente. Quizá porque me costaba aceptar que rodeado por mi trabajo de tanta tecnología, sofisticación, electrónica y prestaciones, lo que realmente necesitaba era una vuelta a mis orígenes, a lo esencial, lo simple y valioso. Reconocerme en aquel chaval que sólo quería montar en moto, sin importarle ni la hora, ni el lugar. Y desde luego tampoco la moto, lo importante era disfrutar de las sensaciones únicas que transmite un artilugio tan alocado como fascinante.
Así que me puse a recordar las motos que me traían de cabeza en aquellos lejanos años 80. Fueron muchas, claro. El repaso me llevó tiempo y me provocó emociones, suficientes para entender que me apetecía reconciliarme con esa simplicidad. Dentro lo posible, por supuesto, las cosas hoy son muy diferentes y yo también, en cuerpo y alma. Empecé entonces a buscar modelos de esa época restaurados, pero fue infructuoso: mucha chatarra y lo que no lo era, con un precio desorbitado para una máquina con casi tres décadas sobre sus dos ruedas.
Como suele ocurrir a menudo, tantos quebraderos de cabeza tenían respuesta de la forma más fácil. Estaba ante mí desde hacía meses, había probado (inconscientemente quizá) la moto de mis desvelos el pasado año. Una especie de réplica de una leyenda, sin duda no tan genuina pero sí bastante minimalista, básica y sin fuegos de artificio innecesarios. Sí, de chaval le robé muchas horas al sueño imaginándome al manillar de una BMW R 80 GS y ahora quería tener la Nine T Urban G/S, que homenajea a aquella trail que revolucionó una marca e incluso un mercado.
Soy consciente por supuesto de que no se trata de la misma moto, del mismo concepto, pero quizá sí del mismo espíritu. Hay otros muchos modelos de todo uso, incluyendo dentro de la marca alemana, que recogen mejor el testigo de la polivalencia de aquella GS primigenia. Sin embargo, casi todas demasiado grandes, demasiado ambiciosas, demasiado complejas. No es que la Nine T Urban G/S sea una moto básica, ni mucho menos, pero su intención es parecerlo. Y eso me encanta. No me obliga a renunciar a soluciones que pueden aportar confort y sobre todo seguridad, pero sí me permite tener la percepción de rodar con una moto purista y muy, muy evocadora.
Es una transformación curiosa la que experimento al respecto. Creo que el privilegio de probar los mejores coches y motos del mercado me están haciendo entender que no necesito todo de lo que ofrecen, lo más valiosos e insustituible son las ganas de disfrutar. Y eso no se compra con dinero. Así que he pagado con satisfacción lo mucho que cuesta la Urban G/S (al menos para mi economía de plumilla), una inversión para mi espíritu y mi felicidad. Más de lo que quizá podía o debía gastar, aunque cada vez que me subo en ella y la sonrisa se me dibuja en la cara olvido todo lo demás. Un motor bóxer de aire que suena como los de verdad, unas suspensiones básicas pero suficientes para pasear persiguiendo el horizonte, la seguridad de unos frenos potentes pero con ABS, la tranquilidad del control de tracción, su único reloj de instrumentación, la sencillez de sus mandos, un asiento minimalista, esas preciosas llantas de radios tangenciales…
No es la mejor moto del mundo. No es la más razonable. Ni la más rápida o polivalente. Pero es mi moto. Y esa relación emocional es lo que buscaba. Me entiendo con ella igual de bien que lo habría hecho con su abuela treinta años atrás. Ella ha rejuvenecido tanto como yo he envejecido, puede que eso también contribuya a nuestro enamoramiento. Repasando un antiguo cuaderno de notas me encontré una relación de todas mis motos. Esta BMW es la número 23 de la lista y me ilusiona tanto como la primera. Sigo vivo, ¿qué más puedo pedir?
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