La historia de la automoción es una historia de evolución constante y acelerada: en poco más de un siglo, de la nada se ha llegado hasta automóviles que ya empiezan a conducirse por sí mismos. Pero ¿qué ha sido lo que ha impulsado todos estos cambios? Se pueden definir muchas causas, desde la mejora de la fiabilidad de los coches al aumento de la seguridad o de su capacidad, pero por debajo de todas ellas subyace una más instintiva: el deseo de ir más rápido.
Transportarse en un vehículo motorizado, además de más cómodo, teóricamente era una opción más rápida que hacerlo tirado por un carro de caballos o, directamente, sobre la grupa de uno de estos. Esta afirmación costaba defenderla en origen, cuando el primer automóvil de la historia, patentado y estrenado por Karl Benz en 1886, tenía una vertiginosa velocidad punta de 16 km/h. Sin embargo, en pleno 2017, parece claro que el objetivo se ha conseguido hace tiempo: no son pocos los modelos que superan ampliamente una velocidad máxima de 400 km/h.
Por el camino se han ido superando hitos: 50, 100, 200 km/h; mientras que al otro lado del atlántico los fabricantes hacían lo propio buscando rebasar las cifras redondas pero medidas en millas. Cabría pensar que, dada la clara línea ascendente de los automóviles a lo largo de los años, el Olimpo de los modelos más rápidos estaría formado solo por vehículos de última hornada. Pero nada más lejos de la realidad: aunque las primeras posiciones son para representantes de este siglo, no faltan máquinas de hace 20 y casi 30 años que demuestran que en su día fueron unos auténticos adelantados a su época.
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