Probar el Audi RS 7 ha sido más una especie de experimento sociológico que una cuestión práctica. No puede ser de otro modo con un coche que llega a tan poca gente pero que es tan apasionante en todos los aspectos. El debate que me planteaba esta maravilla de la industria de la automoción es si ciertamente tiene sentido semejante despliegue prestacional en nuestras carreteras, saber para qué sirven 560 CV bajo el capó cuando hay que circular a 120 km/h en el mejor de los casos…
La respuesta no resulta sencilla. Lo instintivo es pensar que si alguien puede darse un capricho de casi 140.000 euros, ¿por qué no hacerlo? En ese caso sus expectativas quedarán plenamente satisfechas, hablamos de un coche con un aspecto bastante discreto (hay que fijarse un poquito para apreciar que es muy especial) pero que esconde tanta ingeniería como para hacer llegar al hombre a la luna. Soluciones de confort, de seguridad, mecánicas, telemáticas y de diseño propias de una gran marca cuando se pone a cobrar lo que mejor sabe hacer: grandes automóviles.
El habitáculo es de una exquisitez embriagadora, cada uno de sus detalles está cuidado con esmero y no falta de nada; puede acoger a cuatro ocupantes sin problemas de espacio y tiene un maletero estupendo. Hasta aquí, cualidades que podríamos aplicar a otros muchos modelos, menos exclusivos y mucho más baratos, sin duda alguna.
Pero el espectáculo empieza al arrancar el motor V8. Su sonido ya es una invitación a pisar el acelerador sin piedad, mientras que el conjunto tolera sin la más mínima queja aceleraciones de carreras y velocidades que duplican lo legal. Y todo, con una increíble sensación de control, de seguridad, de creer conducir mejor de lo que quizá lo hacemos…
Ése es el problema, volvamos a la realidad. Poder ir tan rápido quizá no tenga sentido para un coche de calle, podríamos decir un familiar que vuela como el mejor deportivo. El dilema, por tanto, existe y resolverlo se antoja una cuestión muy personal.
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