Todo empezó en la década de los ochenta, y siempre como excepción, igual que una infidelidad puntual o una aventura esporádica fuera del matrimonio. Pero se ha generalizado tanto, que el sector del automóvil empieza a parecerse a un club de intercambio de parejas. Ahora, bien entrado el nuevo siglo, el desmadre se ha acelerado aún más, y todo indica que se está entrando sin complejos en la era del amor libre: cada cual se lía –o mejor dicho, se alía– con quién le parece oportuno, y sin tener que dar explicaciones al resto de los amantes. Los acuerdos y alianzas de todos con todos para repartir los gastos de desarrollo de nuevos modelos o simplemente las nuevas tecnologías se suceden cada día. Y es que lo que está en juego es mantenerse vivo.
La supervivencia de los fuertes y la extinción de los débiles definen la historia de la humanidad y, si nos centramos en la economía, es una seña de identidad del capitalismo. Pero si hay un sector que lo ha confirmado en el tiempo es el automóvil. Sería difícil encontrar una lista más larga de marcas de éxito que dejaron de existir (la legendaria Hispano Suiza, por ejemplo). Y lo mismo sucede con muchas más que han sido engullidas por otras a priori más débiles (Chrysler ahora, agarrada en el último suspiro al salvavidas de Fiat).
La pesadilla de Jacques Calvet
Los viejos tabús han desaparecido. Y Jacques Calvet, el polémico expresidente del Grupo PSA (Peugeot-Citroën) entre los años ochenta y noventa, debe echar humo en su retiro. El más encarnizado enemigo de la liberalización del mercado europeo del automóvil y de la entrada de las marcas japonesas, en particular, se estará revolviendo en su silla. Y sin poder hacer nada para evitar lo que ve.
Su antigua compañía encarga a Mitsubishi la fabricación en Japón de sus todoterrenos: Peugeot 4008 y Citroën AirCross. Y también sus coches eléctricos, Peugeot iOn y Citroën C-Zero. Por si fuera poco, desarrolla, con su bestia negra, Toyota, los 108 y C1, sus modelos urbanos. Y para hurgar más en la herida, los compatriotas de Renault se han aliado con Nissan, que encima les aporta la mayoría de sus beneficios.
Estos son solo algunos ejemplos de colaboraciones industriales entre fabricantes, e incluso entre antiguos enemigos. Pero hay muchos más. General Motors compartirá plataformas y fabricará con PSA sus próximos monovolúmenes; BMW y Toyota desarrollan juntos su tecnología eléctrica.
El último acuerdo, y muy sonado, lo protagonizan Mercedes y Renault-Nissan. Los franceses proveerán de motores pequeños –cuatro cilindros– nada menos que a la marca de la estrella, entre otras cosas. Y los alemanes les venderán propulsores para sus gamas altas. Carlos Ghosn, máximo responsable de la alianza franco-japonesa, fulminó los prejuicios en la rueda de prensa común que celebró en el Salón de Fráncfort de 2013 junto a Dieter Zetsche, su homónimo de Daimler: “No sé si esto es un matrimonio, un noviazgo o un encuentro casual. Pero no hay límites, ya no hay tabús”.
Pocos sectores se enfrentan cada día a una competencia tan feroz como este. Más de cincuenta marcas diferentes –sin contar la inescrutable sopa de letras china– y cerca de una veintena de consorcios y alianzas luchan sin cuartel en cada nicho del mercado. La pelea lleva décadas y ha dejado multitud de perdedores que pagaron la derrota cediendo su independencia para convertirse casi en títeres de sus nuevos dueños. Esa batalla sin final ha provocado sobre todo que los márgenes comerciales se reduzcan al mínimo. Y con menor beneficio por coche, mayor dependencia del volumen. Si a esto le unimos las ingentes inversiones que exige el I+D+i de los nuevos modelos, y en especial de las tecnologías limpias necesarias para lograr la movilidad sostenible, tendremos la tormenta perfecta que explica el proceso.
La orgía de alianzas, incluidas escapadas puntuales, impregna como una mancha de aceite el sector. Se acepta todo lo que aporte alguna economía de escala, baje costes y suba márgenes. Y ya no chirrían ni los acuerdos entre viejos enemigos irreconciliables, es más, se interpretan como una muestra de flexibilidad y pragmatismo. Lo confirma Rafael Prieto, vicepresidente ejecutivo de Peugeot en España y Portugal, y actual presidente de ANFAC, la patronal del sector: “Las posibilidades de colaboración son amplísimas, aunque seguramente no ilimitadas. La línea roja de las alianzas industriales está en tener la misma visión tecnológica de lo que se va a desarrollar en común. Y que no sea incompatible con los acuerdos en vigor”.
Las fusiones y alianzas de los años noventa se tradujeron en unos pocos éxitos, como el de Renault y Nissan (en 1999). Pero hubo sobre todo multitud de fracasos con pérdidas millonarias, algunos tan sonados como la fallida unión entre iguales de Daimler (Mercedes) y Chrysler o las de General Motors y Fiat o BMW y Rover. La relación podría incluir muchas más, como las absorciones de Volvo, Jaguar y Land Rover por parte de Ford, que acabó malvendiendo la primera a los chinos de Geely y las otras dos a los indios de Tata, para conseguir liquidez. Pero al menos muchos de estos fiascos dejaron flecos de colaboración entre antiguos colegas: Jaguar y Land Rover siguen utilizando motores V8 de Ford, General Motors comparte algún turbodiésel con Fiat, BMW se quedó con Mini.
El fenómeno se ha expandido en los últimos años formando un revoltijo interminable de acuerdos de todos con todos, una solución que presenta riesgos menores y más predecibles que las fusiones. Algunos van acompañados de intercambios de acciones que hacen aún más difícil entender el puzle de la industria. Y el hecho de que cada día caigan nuevas barreras tampoco ayuda.
El cliente no lo percibe cuando va al concesionario, porque cada cual mantiene su identidad, su propio marketing y unas redes de concesionarios bien diferenciadas. Y la estética de los modelos recoge la imagen y el ADN de cada marca. Pero si se mira lo que hay debajo del sombrero –la carrocería, en el argot del sector–, encontramos que muchos modelos son el mismo coche (la plataforma) vestido con trajes diferentes. Y aquí es donde aparece la palabra clave que está cambiando todo. La plataforma es como el suelo del vehículo, la base, preferentemente de acero, sobre la que se montan las demás piezas.
Las plataformas empezaron a utilizarse a finales de los años ochenta para reducir los costes: permitían compartir más componentes entre diferentes modelos. Primero mantenían fija la anchura y la distancia entre los ejes, pero se podía variar la altura y los voladizos de los extremos de los modelos. Cada fabricante tenía varias según los tamaños de sus coches, y eran diferentes para turismos y todoterrenos.
Ahora, la mayoría ha logrado reducirlas a dos o tres, que se acortan o se alargan separando también los ejes, y hasta se pueden ensanchar. Esta mayor flexibilidad amplía la libertad a los diseñadores, pero sobre todo permite compartirlas para un mayor número de modelos. Sin embargo, lo que de verdad reduce los costes es que cada plataforma va asociada a unos módulos propios que agrupan los componentes: motores y cambios, suspensiones, salpicaderos, climatización… Y ese detalle es lo que de verdad reduce costes: crea economías de escala –no cuesta lo mismo adquirir un millón de direcciones, que tres– y simplifica mucho la producción.
Las plataformas –y sus módulos– se compartían hasta ahora solo entre modelos de tamaño similar y siempre dentro de cada consorcio. La del Golf anterior, por ejemplo, la utilizaban los Audi A3, Seat León y Skoda Octavia, e incluso los VW Touran (monovolumen) y Tiguan (todoterreno), entre otros muchos. Y casos como el de los primeros VW Touareg y Porsche Cayenne –tenían la misma base a pesar de ser entonces fabricantes independientes– eran la excepción.
Las sinergias logradas por el Grupo VW entre sus marcas han empujado a fabricantes con menos volúmenes a ampliar sus acuerdos para el desarrollo conjunto de algunos modelos, sobre todo los más minoritarios. Un buen ejemplo son los trillizos de Toyota (Aygo), Citroën (C1) y Peugeot (108), tres coches de ciudad –con poco margen comercial– que hubieran sido ruinosos por separado. Fiat (500) y Ford (KA) han hecho lo mismo, y todos han logrado así ser viables.
Los procesos de colaboración se aceleraron con la crisis financiera de 2007 y el posterior estrangulamiento del crédito. Pero el auténtico big bang lo está provocando el despliegue de las tecnologías limpias. Si antes bastaba con evolucionar los motores de gasolina y diésel, ahora hay que hacerlo en muchos más frentes: híbridos de ambos combustibles y sus versiones enchufables, mecánicas de gas natural, eléctricos puros… Igual sucede con los cambios automáticos –cada vez con más marchas– la seguridad y la conectividad, la conducción automatizada… Así que lo que empezó como un desafío para ganar competitividad se ha convertido en obligatorio e inexcusable.
La duda que plantea todo esto es dónde está el límite. ¿Seguirá valorando el cliente la imagen de marca si la mayoría de los modelos comparten el 80% de sus componentes con sus competidores? ¿Hasta dónde se puede llegar sin perder la personalidad y convertir el logotipo en un valor anecdótico para el comprador? Para Rafael Prieto queda todavía margen: “Cada marca tendrá siempre una imagen y valores propios, desde el diseño a la red de ventas, preferencias mecánicas… El cliente no percibe si dos modelos utilizan los mismos componentes. Los automóviles pueden compartir plataforma y ser muy diferentes. Los Peugeot y Citroën tienen mucho en común, pero las gamas y la experiencia de conducción varían. No solo por la concepción de las carrocerías, también por el comportamiento dinámico, porque los reglajes de cada una buscan objetivos diferentes”
Mikel Palomera, director de Seat España, lo corrobora: “La flexibilidad de las nuevas plataformas MQB del grupo VW permite variar multitud de cotas. Esto amplía la libertad de cada marca para diferenciarse de los modelos de sus hermanas del consorcio, e incluso de otras de fuera, si las compartieran”.
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