El parabrisas, un elemento indispensable en los automóviles, es un invento cuya aparición es difícil de precisar. Aunque ya se habían visto algunos coches anteriores que lo utilizaban, su primera patente data de 1892, y se entiende en el contexto de la época: se debe a una mujer apellidada Doumayrou, que lo lanzó inicialmente como un complemento de belleza.
Protegía el cutis de la suciedad del camino y también evitaba que las damas se despeinasen con el aire. Desde el principio, el parabrisas cosechó un gran éxito entre la mayoría los automovilistas que conducían los modelos de la época, de carrocería descubierta y expuestos a cualquier inclemencia.
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La publicidad pregonaba que la “luna ligera e irrompible, con su marco engalanado de flores o plumas realzaba el rostro de las damas y era uno de los más bellos complementos de belleza para las mujeres más elegantes, e indispensable para viajar en automóvil.”
Peligrosa amenaza
Pero, a medida que los coches aumentaron su potencia y velocidad y se hicieron más numerosos circulando por la carretera, el coqueto accesorio se fue convirtiendo en una peligrosa amenaza mortal en caso de accidente. Tras una colisión, los fragmentos de vidrio causaban graves heridas a los pasajeros al salir despedidos o, peor aún, la cabeza atravesaba el parabrisas y este se convertía en un collar de cristal de nefastas consecuencias.
La solución al problema, que alimentó el pánico a viajar en automóvil y generó demandas contra los fabricantes, llegó por casualidad. Al científico francés Edouard Benedictus se le cayó al suelo un matraz de vidrio usado en sus experimentos y, ante su asombro, no se rompió en pedazos: el recipiente había contenido nitrato de celulosa, que formó una película que evitó la fragmentación.
Benedictus ideó así un cristal laminado, más resistente, compuesto de dos capas de vidrio que contenían en su interior otra de celulosa. Lo patentó en 1909 y pronto encontró su primera aplicación práctica en las gafas de las caretas antigás de la I Guerra Mundial y también desde entonces en las de los aviadores y motoristas.
Equipo de serie
Pero estaba claro que el parabrisas era un elemento necesario para el automóvil. Y Henry Ford, el primer gran fabricante mundial, encargó a su ingeniero Clarence Avery el perfeccionamiento del cristal laminado inventado por Benedictus, que presentaba el inconveniente de que, con el tiempo y la exposición al sol, se oscurecía. Con el problema resuelto, hace justo un siglo, en 1921, Ford ya empezó a ofrecer en sus coches el parabrisas de cristal laminado como una opción para sus modelos y, cinco años después, fueron montados de serie a en todos sus modelos. El primero en incorporarlo fue el Rickenbacker de 1926.
Y las ventajas pronto se pusieron de manifiesto. Al montar este tipo de lunas, el cristal ya no se fragmentaba en los accidentes, evitaba que los pasajeros salieran despedidos por las ventanillas y, al ser más resistentes, reforzaban la estructura de la carrocería evitando que se deformase en caso de vuelco.
Además, su tecnología siguió perfeccionándose en pasos sucesivos. En 1938 el inventor Carleton Ellis sustituyó la lámina intermedia de celuloide por una resina sintética transparente, más resistente y sin decoloraciones. A su vez, esta fue reemplazada a finales de esa misma década por otro material aún mejor, el butiral de polivinilo (PVB).
Ventajas ecológicas
Los parabrisas de cristal laminado comenzaron entonces a salvar incontables vidas y, en los años sesenta del pasado siglo, los organismos oficiales de EE UU y Europa ya dictaminaron su obligatoriedad en todos los automóviles.
La seguridad no es su única ventaja, ya que por su capacidad aislante mejoran la comodidad de marcha y amortiguan hasta un 30% el ruido exterior. También bloquean más de 90% de los rayos ultravioleta, culpables de la mayoría de los tumores de la piel.
Además, en muchos casos, los parabrisas laminados con algún desperfecto se pueden reparar y recuperan su resistencia original sin causar apenas impacto en el medio ambiente. Una operación de este tipo, según datos de Carglass, produce una huella de carbono de solo cuatro kilos de CO2 y apenas unos gramos de material deshechado, frente a los 39,1 kilos de dióxido de carbono y 13,9 kilos de deshechos de una sustitución completa.
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