Son las tres de la madrugada de un martes y suena el timbre de la casa. A una madre y un padre se les ha roto el sueño. Una pareja de agentes de policía solicita permiso para entrar y les pide que se sienten, mientras la voz de ambos ya va crujiendo en el silencio: “¿Qué pasa, qué ocurre?”.
—Como ustedes sabrán, su hijo, como cada día, ha ido a trabajar a las diez de la noche con la moto.
—…
—A la altura de la calle X, se ha producido una colisión y han acudido a los servicios de emergencia, pero no han podido hacer nada y finalmente ha fallecido.
—Pero…
Andrés Cuartero dirige el equipo de psicólogos integrado en el Sistema de Emergencias Médicas de la Generalitat de Cataluña que acompaña a los Mossos d’Esquadra tras un siniestro, cuando la patrulla toca la puerta con la mala noticia. Cuartero siempre llega en el peor momento, pero, desde 2018, su unidad de soporte y atención psicológica es el clavo ardiendo de las familias en ese trance.
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“Los afectados insisten en saber enseguida qué ha ocurrido, pero es importante pasar dentro del domicilio, hacerlo con intimidad y a ser posible con las personas sentadas”, resume Cuartero al otro lado del teléfono. Si se ven acorraladas por la angustia, una reacción muy habitual es el desmayo.
“Siempre recomendamos contarlo sin prisa y con una estructura narrativa que permita la comprensión, sin grandes tecnicismos ni detalles. A partir de ahí, bueno, se intenta comprobar que la noticia llega, que se entiende, y normalmente los familiares empiezan a hacer preguntas. “Pero ¿cómo ha sido?”, “pero ¿cómo ha podido ser?”.
En España mueren al año 1.800 personas en siniestros de tráfico, cinco al día, y su fallecimiento pone en marcha una maquinaria que aniquila a las familias y que procuran amansar (con cierta frialdad autoimpuesta) agentes de policía, médicos, enfermeros, bomberos, psicólogos, funerarios, tanatopractores y, en último término, terapeutas. Su tarea es manejar la muerte con precisión profesional y dar algunas puntadas a las existencias descosidas de quienes siguen vivos.
Sus manos conducen las 48 horas siguientes a un siniestro mortal de tráfico. Se suceden el estruendo y el silencio, las sirenas, el duelo, el vacío. Luego el rastro de esas horas poco a poco se diluye; la muesca permanece.
Una llamada a emergencias
El número 112 recibe un aviso y el centro de emergencias, con la información que va llegando, valora sobre la marcha la gravedad del siniestro. Según las necesidades detectadas, envía ambulancias de soporte vital básico, UVI móviles, patrullas de la Guardia Civil y vehículos de bomberos en un caos de trompetas y destellos que debe ordenarse: que el coche de Tráfico no impida el paso a la ambulancia, que esta no obstaculice a los bomberos, “que sea fácil en todo momento mover a las víctimas”, resume Sergio Pérez, bombero del Consorcio provincial contra incendios y de salvamento de A Coruña.
Evitar el morbo es otro de los primeros pasos, y de ahí que los bomberos lleven con ellos una pantalla de privacidad portátil y altas dosis de tacto. Sueltan el biombo, ¡plop! (“son como las tiendas de campaña de Quechua, que se montan en dos segundos”, dice Pérez) y retiran a los curiosos como pueden: “Déjenos hacer nuestro trabajo, por favor, no nos está ayudando nada. Es decir, que te pires, ¿sabes?”. Las seis últimas palabras solo las piensa, admite por teléfono.

Esta curiosidad obliga a movilizar dos camiones, uno de ellos como parapeto. “Se cruza en la carretera para evitar un sobreaccidente, es nuestro escudo y el de las personas afectadas”, justifica. Al momento, los bomberos activan las máquinas hidráulicas para mover o estabilizar vehículos, desenfundan las herramientas de corte o colocan protectores de airbag (“si explota, te revienta el riñón”, expresa Pérez) para excarcelar a los fallecidos y heridos junto con los equipos sanitarios. ¿Cómo son esos minutos en la urgencia posterior, cuando los pedazos de coche ya son basura en el asfalto, restos rotos de esperanza?
—¿A qué suena un rescate?
—Es una situación muy macabra porque si la víctima está fallecida el ruido es cero. No se oye nada, nada, parece que te evades de todo. Pero sí se oye a los miembros que están en la zona, a los de atestados haciendo infinidad de consultas, nosotros hablando con emergencias sanitarias. Y oyes coches que pitan, el helicóptero que llega, sirenas de ambulancia…
Su peor escenario son los choques frontales y los golpes contra elementos fijos. En el primer caso, hay dos vehículos y por tanto al menos dos víctimas; en el segundo, “se produce una deceleración tan brusca que ese cuerpo se deforma por completo. El estómago te aparece en la garganta”, resume Pérez, que habla con la franqueza de quien no tiene otro remedio que convivir con la brutalidad de un siniestro.
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Como su trabajo no siempre alcanza a resolver el problema, pronto será el turno de los empleados de las empresas funerarias. Se llevarán a las víctimas para adecentarlas y acompañarlas en sus últimas horas sobre la tierra; será su tránsito final: de conductores o pasajeros a difuntos. En un momento dado, a los bomberos les resulta menos difícil lidiar con las personas fallecidas que con las vivas: a estas les duele el brazo o tienen el pie enganchado o hay que ponerles un collarín.
—¿Cómo se manipula un cadáver atrapado en un coche?
—Esto suena muy mal, ¿vale?, y la gente va a pensar “es que este tío es gilipollas”, pero los bomberos muchas veces decimos: “Si está muerto no se queja”. Si hay otra persona [en el vehículo] que de verdad necesita nuestra ayuda, lo sacamos como sea, ¿sabes? Tenemos que llegar a la otra víctima. A veces ya nos intentamos hacer tan fríos que…
—Es innegociable, claro.
—Es que nosotros tenemos que tratarlos [a los difuntos] como cuerpos. No podemos pensar en que es una persona, que esa persona tiene una familia, que esa familia va a recibir una llamada… Si no, cada accidente te lo llevas a casa.
A los servicios sanitarios se les activa también una alerta especial con la muerte en la carretera. “Si hay un fallecido, es un accidente probablemente a gran velocidad y el resto de ocupantes deben ser tratados con especial sensibilidad. Han sufrido un trauma con alta energía y pueden tener lesiones importantes”, aclara Carlos Rubio, médico de emergencias del SUMMA 112, de Madrid.
Y la sensibilidad debe ser también psicológica: a los supervivientes no se les puede mentir, pero tampoco soltar la verdad en tromba. La gente se angustia por su amigo, por su hija, por su pareja, que iba al lado y ya no está. Y pregunta y está muerta. “Si el paciente la pide, hay que dar la información. Ocultar la verdad no lo hacemos nunca. Muchas veces lo que hacemos es comentarle que en ese momento lo estamos atendiendo y el resto de la información se le da en el hospital para que lo vaya procesando. Se trata de ir gestionando poco a poco el aspecto psicológico”, añade Rubio.
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Que la situación no se descontrole es una de las tareas principales de los psicólogos en “una situación de elevada tensión, no solo en la familia, sino en los propios intervinientes”, contextualiza Andrés Cuartero. En un escenario de tipo judicial, en el que los cuerpos de seguridad no permiten a los familiares ilesos acercarse a las víctimas, y pugnan por ello, su objetivo es mantener las emociones “dentro de unos parámetros funcionales; a veces, las reacciones desproporcionadas tienen mucho que ver con la falta de información y sentirse solo”.
Esta ayuda psicológica de urgencia vive en la paradoja, en palabras de Cuartero: “Una persona afectada no suele demandar soporte psicológico, pero curiosamente es de los servicios mejor valorados”. Se trata de acompañarla “con temple y habilidades específicas, sin frases mágicas ni tópicos” hasta que “retome el equilibrio y pueda tomar decisiones y volverse funcional”.
Visita en casa
La comunicación en el domicilio exige otra preparación. Los mossos y el equipo de psicólogos del SEM se reúnen y ponen en común y detallan la información al máximo, porque no puede haber más grietas que las que va a generar la propia noticia. “La primera reacción no es verbal ni emocional. Hay una reacción corporal de parálisis, de rigidez, todo el cuerpo se pone en tensión y queda congelado durante unos segundos”, narra Cuartero. Y, a partir de ahí, llegan la incredulidad y la negación (“¡no, no es posible!”), y enseguida la culpa.
Después de una muerte en un siniestro de tráfico, la culpa es un personaje que se cuela en las casas y ya raramente se va. Con suerte, se le expulsa. “No todos están de acuerdo en comprarle la moto al niño y uno de los dos progenitores dice que sí y el otro dice que no, y después hay rabia, ‘¡¡no quería, ya te lo decía yo!!’, y puede que reacciones agresivas, de ira, de golpear cosas”, relata Cuartero.

Esos primeros minutos resultan vitales. “No hay que tener prisa. Tú puedes comunicar la muerte de un familiar, pero otra cosa es que ese cerebro lo interiorice y le dé un valor”, explica el experto. Un profesional de Urgencias o de la policía que “suelta la bomba y se va” multiplica el drama. Cuando todo se despedaza, el equipo de Cuartero procura recoger todas las piezas para que recomponer el lienzo, aunque sea de aquella manera, no resulte imposible del todo.
“Una de las cosas que queda en la mente de las personas traumatizadas [por perder a un ser querido en un accidente] es la forma en que se les comunicó el fallecimiento. Comunicar bien permite empezar un duelo lo más normalizado posible”. Y nunca debe postergarse: “Las familias viven muy mal el hecho de saber que esto ha ocurrido hace ocho o 10 horas. La comunicación de malas noticias ha de ser lo más inmediata posible”, asevera Cuartero. A veces se desplazan a domicilios cercanos para ayudar a contarlo a abuelos u otros parientes muy cercanos.
Un tanatorio sin difunto
El carácter judicial de una muerte en la carretera embrolla las horas posteriores. Como en un asesinato, un suicidio o una caída fatal en casa, la ley obliga a hacer una autopsia en el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, con numerosas sedes repartidas por las comunidades autónomas. La sordidez de la burocracia descoloca a los familiares y el desconcierto se arrastra hasta el tanatorio: han de empezar los papeleos con el fallecido a muchos kilómetros de allí.
Lo vive a menudo Josep Ventura, consejero delegado de Áltima, el mayor grupo funerario de Cataluña. Por lo común, quien se encarga de los trámites es la persona más allegada al difunto, pero tras un siniestro vial es posible que esté herida o ingresada. “Hay una primera dificultad ya en encontrar un interlocutor válido”, reconoce Ventura. Otra de las trabas es la aceptación de la pérdida. “Cuando la muerte ocurre así, de repente, es muy complicado. Tú estás hablando del servicio funerario y esa persona aún no es consciente de que se le ha muerto el familiar. No está en una situación en la que pueda tomar decisiones”.
Con la salud mental en primer término en la sociedad, el sector de las pompas fúnebres también recurre a los profesionales en las ocasiones más difíciles. Los siniestros mortales están entre ellas. En Áltima activan un “protocolo específico” gratuito del que se encargan “psicólogos especializados en emergencias, que se ponen a disposición de la familia para atenderlos en el tanatorio”, resume Ventura.

Allí chocan dos realidades: la costumbre española de acelerar la despedida y la parsimonia normativa. “[Desde el Instituto de Medicina Legal] nos entregan el cuerpo pasadas 48 horas, aproximadamente, cuando ya han hecho la autopsia y un estudio preliminar”, anticipa Jaume Prats, coordinador del departamento de Tanatopraxia de PFB Serveis Funeraris.
Esa fase legal demora la despedida. “En nuestra cultura, en nuestra sociedad, queremos hacer este trámite de la defunción y del entierro muy rápido. Es como el dicho: el muerto al hoyo y el vivo al hoyo. En otras culturas se da más tiempo para que la persona pueda asumir mejor una pérdida”, se lamenta Josep Ventura, que subraya la importancia de los rituales en los duelos. Y especialmente en casos de muerte violenta, como la de un siniestro vial, “a pesar de las dificultades y los protocolos [legales]”.
“No se trata solo de que sea una formalidad o una tradición, sino que una ceremonia –laica o religiosa– se convierte en una herramienta psicológica para que el duelo sea saludable”, insiste Ventura.
“Mírame. Te perdono”
En el libro De aquí a la eternidad (Capitán Swing, 2018), la tanatopractora Caitlin Doughty ofrece un apabullante recorrido por los ritos funerarios del mundo, muchos de ellos tan alejados a la tradición española como el de Crestone (Colorado, EE UU), “el único lugar del país –y, de hecho, de todo Occidente– en el que los vecinos pueden incinerar a sus difuntos en una pira humana”.
Doughty describe en su obra el caso de Travis, de 22 años, que salió despedido del coche tras un vuelco. Él y sus amigos iban borrachos, habían fumado marihuana y circulaban demasiado deprisa por una carretera secundaria. “Acudieron a la ceremonia todos los jóvenes de Crestone y de los pueblos de alrededor. Tras colocar el cuerpo de Travis en la pira, su madre retiró el sudario para besarle en la frente. El padre de Travis cogió a su hijo muerto por la mandíbula y, frente a todos los vecinos, dijo: ‘Mírame. Te perdono’. A continuación, prendieron la pira”. Despedida y exculpación, todo en uno.

En algunos lugares de Latinoamérica presentan al muerto en moto si esta era su pasión, embalsamado y vestido de gala, pero eso en España no se le pasa a nadie por la cabeza, que se sepa. De hecho, “en los rituales funerarios cada vez participan menos personas y cada vez se le da menos importancia”, a pesar de que resultan fundamentales –a juicio de Ventura– para “afrontar el dolor de forma saludable” y “recordar aspectos de la vida del difunto”. A ser posible, en su presencia. Y este momento resulta especialmente peliagudo con un cuerpo que ha sufrido la brutalidad de la carretera.
“En casos de accidente es más importante que se pueda visualizar el difunto, porque forma parte de la aceptación de la pérdida. Pero también nos tenemos que asegurar de que su aspecto es de serenidad”, explica el máximo responsable del grupo Áltima. Los técnicos en tanatopraxia deben hacer su trabajo “para que la presentación sea la mejor posible”. Y aunque la familia prefiera mantener el féretro cerrado en el velatorio, “siempre hay que dejarlo preparado por si antes de llevarlo a enterrar o incinerar le quieren dar un beso. Imagínate la impresión, si no”.
Una guadaña en WhatsApp
La imagen de WhatsApp de Jaume Prats, uno de los profesionales de referencia en España, autor del libro El arte del embalsamamiento, es una caricatura de la muerte con aire de emoji y una gran guadaña alzada. Los tanatopractores esperan a la muerte a diario y solo trabajan si ella se presenta, así que la reciben con naturalidad porque siempre se presenta.
Su trabajo (más extenso de lo que presupone la ignorancia común: maquillar muertos) empieza en el lugar del siniestro. Según la localización geográfica y el día de la semana, las funerarias se ‘reparten’ los accidentes de tráfico como si fueran farmacias de guardia. Cuando toca, toca, y el proceso repite un esquema casi fijo.

Al tratarse de una muerte de carácter judicial, solo ellos o los funerarios pueden llevarse el cuerpo. “Desde que recibimos el aviso hasta que llegamos al sitio pueden pasar como máximo 15 o 20 minutos”, avanza Prats. A continuación, trasladan los restos al Instituto de Medicina Legal y esperan a que la autopsia esté hecha para recibir de nuevo al difunto y ponerse a la faena. “Lavamos el cuerpo, taponamos [herméticamente, para que ni gases ni líquidos escapen], suturamos, maquillamos, peinamos…”, enumera Prats. Un trabajo minucioso para que la muerte impresione menos que se complica si el daño físico se concentra en la cara.
Para un rostro que muestra huellas del siniestro, utilizan “técnicas de reconstrucción para que la cara quede lo más natural posible”. Modelan narices, orejas y ojos cerrados con ceras, látex o silicona protésica con el fin de que la cara quede visible y en paz. “Si el daño físico es mayor de lo que nosotros podemos reconstruir, no se presenta el cuerpo –reconoce Prats–, pero eso, gracias a Dios, pasa poco”.
Borrar la muerte del cuerpo
Para Soraya Toro, experta en tanatopraxia, su trabajo consiste en “embellecer el fallecimiento, borrar ese rastro de un accidente de tráfico”. “Esa persona fallecida es la herramienta que yo tengo para que esas personas que se quedan aquí con nosotros pasen un duelo mejor”, reflexiona. Y menciona una regla de oro: “Nosotros tratamos de que la persona allegada no vea a su fallecido hasta que no haya pasado por nuestras manos para que ese primer vistazo no cause un trauma posterior”.
En las pompas fúnebres existe una meta común en todas las compañías: tener el féretro abierto si así lo quiere la familia. “Si la situación es muy difícil, lo que hay que hacer es informar: ‘Mire, hemos hecho lo que hemos podido, pero pensamos que el difunto no se puede presentar y es mejor que no lo vean”, refleja Josep Ventura, del grupo Áltima.

Antes de que un cuerpo llegue a la mesa del tanatorio, suceden cosas que parecen imposibles. Lo cuenta el bombero gallego Sergio Pérez. “A mí alguna vez me ha pasado enseñarme la documentación el [guardia civil] de Tráfico y decirme: ‘¿Es este el que conduce?’. Y decir yo: ‘Uf, no lo sé’. Y te dicen: ‘Joder, tío, eres tonto. ¿No ves si es este el del coche?’. ‘Tío, míralo tú’. ‘Pues es verdad, no lo sé’. O sea, a lo mejor impactó con la barbilla en el salpicadero y la barbilla le quedó en la frente y está deformado completamente”, recuerda con crudeza Pérez, que teme más que nada los veranos, con chavales de 18 años y “carros recién comprados”, días más largos, “tomar una cañita”, las fiestas del pueblo de al lado, la playa. Julio y agosto concentran las muertes en la carretera; en 2024, el 20,9% de los fallecimientos en vías interurbanas se produjeron en esos dos meses.
—¿Los casos más duros los ha visto en verano?
—No sé. Mira, me tocó hace un tiempo un accidente de un chaval que tenía 19 años. El coche salió volando y le quedó encima, el niño aplastado por el coche estaba fallecido… Lo más jodido que pude vivir fue el móvil del chaval al lado. Créeme que sonaba cada minuto y mirabas el teléfono y ponía ‘Mamá’, y al rato ‘Papá’… Así. Y la sensación esa de que tú lo estás sacando y piensas: “¿Quién es el que le va a decir a esta familia que su hijo está muerto?”.
La negociación en el duelo: “¿Y si…?”
En las víctimas colaterales de un siniestro de tráfico son comunes la incomprensión y la culpa, y así se negocia con el dolor: “¿Y si yo hubiera hecho esto? ¿Y si hubiera hecho lo otro? ¿Y si…?’. Aparece mucho esta pregunta”, reseña la coordinadora de la asociación AVES, Mot Montoriol, que organiza grupos de apoyo mutuo para familiares que acaban de perder a un ser querido. Yolanda Doménech, directora de la asociación Prevención de Accidentes de Tráfico, sostiene que los siniestros viales compiten en dolor con las muertes más duras de la escala NASH (acrónimo de natural, accidente, suicidio y homicidio). “En los casos más graves, los procesos legales se alargan hasta cuatro años, lo que genera un daño que no aparece en otras pérdidas. Y muchos casos acaban tipificados como homicidios imprudentes, con lo cual estamos hablando del duelo más complicado”, asegura Doménech. A los grupos de AVES llegan personas hasta dos años después de un siniestro, cuando ya ven que no pueden enfrentarse al dolor y a la cotidianidad. “Entran aquí sobreviviendo. Nuestra intención es que puedan vivir de nuevo”, explica Montoriol. El camino no es fácil, pero la mayoría de los participantes logra sanar aproximadamente en un año.
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