Para averiguar el origen de los colores tradicionales de los coches, que hoy permanece aunque con menor intensidad, hay que remontarse a los inicios del Siglo XX. Y más concretamente a los años 30, durante el periodo de entreguerras, una época en el que los sentimientos patrióticos en los países de la vieja Europa estaban exacerbados por el reciente conflicto bélico.
La rivalidad se trasladó en muchos casos a la competición automovilística, y la Federación Internacional de Automovilismo (FIA) estableció un código de colores específico para cada nacionalidad.
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El objetivo final radicaba en poder identificar mejor a los diferentes equipos participantes, aunque también sirvió para reducir las tensiones. Conviene recordar que, por entonces, no todas las carreras se disputaban en circuitos cerrados y varias, como la mítica Mille Miglia italiana, cruzaban el país entero y los espectadores se apiñaban en las cunetas para vislumbrar el paso de los corredores durante escasos segundos.
Sucede algo parecido en las vueltas ciclistas actuales, en las que si no fuera por los maillot de color distintivo (amarillo, blanco) sería complicado saber en qué posición marcha el líder de la competición.
Siguiendo estas directrices, a Francia le fue asignado el azul, que distinguió entre otras marcas a los legendarios Bugatti y a los más populares Alpine. Los coches alemanes, por su parte, lucían el gris plateado en sus equipos de competición, como Mercedes, y los británicos corrían con el verde oscuro, de Jaguar a Bentley y Aston Martin. Y los italianos, ya fueran de Alfa Romeo o Ferrari, con el rojo.
Durante las décadas posteriores, los fabricantes convirtieron esos colores en propios y los trasladaron también a sus modelos de calle. Y la tendencia fue intensa hasta casi ya entrado el siglo XXI. Por ejemplo, en los años 90, el 90% de Ferrari vendidos eran rojos. Hoy, en cambio, el porcentaje se ha reducido a menos de la mitad.
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